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La felicidad de mi padre; un hombre muy trabajado

El Piñero

  • La muerte del abuelo

Escenarios

Luis Velázquez

Veracruz.- Uno. La felicidad de mi padre

“Ya llegaron ‘las aguas’” exclamaba mi padre en esta temporada, cuando los días y las noches y las mañanas y las madrugadas llovía, sin que, claro, nunca lloviera durante 40 días y 40 noches como en el diluvio y como en un cuento de Gabriel García Márquez.

Y mi padre se ponía feliz. Dichoso y todo el tiempo andaba con una sonrisa.

Y se ponía feliz, porque, decía, “la cosecha de maíz y frijol se ha salvado”.

Una parte de la cosecha era para el autoconsumo familiar y la otra para venderse.

Entonces, una recámara de la casa era desalojada y todos dormíamos en la sala, amontonados.

Y es que la habitación servía como bodega para guardar la producción de maíz y frijol durante el resto del año y en donde cada día mi madre tomaba la parte correspondiente para las tortillas y los frijolitos.

Así, y cuando la temporada de lluvias está en la plenitud, la felicidad para los campesinos es inmensa, gigantesca, enorme, aun cuando en las ciudades significa, digamos, una calamidad, porque con un chorrito se inundan.

Mi padre tenía tres grandes pendientes que cumplía con una disciplina admirable, pero atroz y cruel.

La primera, su trabajo diario en el molino de nixtamal y en el campo con su parcelita ejidal, y cuya faena laboral iniciaba a las 2, 3 de la mañana y terminaba hacia las 7 de la noche, cuando se estaba en el constipicio, el momento en que la noche le gana al día.

La segunda, leer todos los días un librito que se sabía de memoria. Se llamaba “Usted y sus derechos” del maestro de la UNAM, Lucio Mendieta y Núñez, y quien también escribiera unos tratados sobre civismo que, entonces, en el siglo pasado eran libros de texto en la escuela secundaria.

Y la tercera, con la que cerraba el día, escuchar “La hora con Agustín Lara”, todas las noches en la XEU, y de quien fue ciego, apasionado y devoto admirador, a tal grado que se sabía de memoria casi todas sus canciones.

Agustín Lara era, incluso, su referencia cultural en las horas del día en la plática familiar y con los amigos.

 

Dos. Hombre muy trabajado

 

Nunca mi padre fue a iglesia para escuchar, aun cuando creía en Dios, digamos, en un Ser Superior.

Y jamás iba, porque desde la infancia, a los 5 años de edad, lo metieron a trabajar en el rancho, acarreando los becerritos, de su tamaño y su edad, al corral.

Luego, apenas podía con el arado a barbechar.

Y después, apenas adolescente, a la siembra de frijol y maíz, algún tiempo, ajonjolí.

Y es que, dicen los pedagogos, la infancia y la adolescencia son el capítulo estelar de la vida para conocer y aprender las grandes lecciones, a tal grado que, por ejemplo, con frecuencia suelen definir la vida futura en todo.

Por eso se alegraba y era feliz con las lluvias, porque, además, el pasto reverdecía y los pocos animalitos que tenía podían comer a gusto y llenarse y retacarse, y por añadidura, y en el caso de las vacas producir más leche para la familia, pues sólo eran tres o cuatro y era para los hijos y los sobrinos.

Trabajaba en horarios extenuantes, incluso, los sábados y domingos en el molino de nixtamal, sin conocer, nunca, jamás, ni días de descanso y días patrios ni vacaciones ni fin de año ni navidad ni el primer día de cada año.

En tales días, solía llegar, como siempre, entre las 2 y las 3 de la mañana al molino, con la sorpresa insólita de que ya estaban por ahí algunas señoras con su latita de nixtamal, víctimas del pendiente familiar.

Tres. La muerte del abuelo

Era un hombre que hablaba poco. Siempre prefería escuchar, mirar, observar, escudriñar. Y siempre se reservaba su punto de vista.

Ni siquiera, vaya, cuando perdiera a su padre se escuchó su voz de pesadumbre ni de angustia. Quizá, su silencio era su gran lenguaje. Y la angustia y la soledad, en sus ojos.

Su padre, el abuelo, murió en una temporada de lluvias cuando el río Jamapa creció como nunca antes en la historia, a tal grado que se metió en una parte del pueblo.

El abuelo estaba en el campo, en su parcela, y el torrencial lo sorprendió.

Entonces, quiso regresar al pueblo y creyó que le daría tiempo, cuando el río estaba creciendo desde la montaña donde se origina.

A la hora de pasar de un lado del río al otro, que era el pueblo, se metió con su caballo y a la mitad del río la corriente se lo llevó.

El caballo luchó desesperadamente por salir y salió, pero el abuelo (flaco, delgado, frágil, unos 70 años de edad) fue arrastrado por la corriente y su cuerpo se perdió aguas abajo.

Eran las 7, 8 de la noche, ya pardeando, casi casi en la oscuridad.

Un montón de ciudadanos solidarios y ejemplares acompañaron a la búsqueda alumbrándose con lámparas de mano, pero el intento era rebasado por la noche.

La búsqueda se reanudó al día siguiente y hacia el mediodía el cadáver fue encontrado atrapado en una mata gigantesca.

Mi padre, con un umbral del dolor a mil por hora, aguantó en silencio la adversidad, quizá para dar fuerza a la familia y sus hermanos, que eran siete.

Fue la primera muerte en la familia. Y en tiempo de lluvias, como ahora, en que a cada rato, ya atrasadas quizá, están llegando.

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