➡️ Crónica del delirio agrícola que empezó con un gesto dorado en Loma Bonita
Eugenio GONZÁLEZ | El Piñero
Loma Bonita, Oax. – Los años setenta. El México de los megaplanes, los discursos tronantes, los cultivos gloriosos y los presidentes que recorrían el país como emperadores tropicales. Y ahí, en medio del calor húmedo, del verdor pegajoso de la Cuenca del Papaloapan, aparece ella: la piña de oro. Reluciente. Resplandeciente. Cincelada en metal precioso como si se tratara de la mismísima corona de Moctezuma reencarnada en fruta tropical.
Justino Muñoz Hiriarte, alcalde de Loma Bonita, pone en manos de Luis Echeverría Álvarez, presidente de ceja gruesa y verbo afilado, el símbolo máximo del orgullo local. Y Echeverría — se deja seducir–. El gesto, el detalle, la metáfora dorada: la piña que vale oro. Y entonces, como si abriera un grifo de petróleo, ordena el diluvio: créditos, apoyos, millones y millones vía Banrural para el campo piñero.
¡Y VAYA SI LLOVIERON BILLETES!
Los tractores nuevos rugiendo por las parcelas, los ingenieros agrónomos, los cultivos que se expanden como si el suelo fuera infinito, como si el mercado fuera un pozo sin fondo. Las piñas brotaban a montones, montañas doradas sin comprador. Una orgía agrícola sin freno, sin cálculo, sin estrategia.
Y claro, llegó el golpe. El mercado saturado, los precios al piso, las deudas al techo. Banrural comenzó a naufragar en su propia cartera vencida. Los productores, esos que creyeron en la bonanza, se ahogaban en intereses impagables. La “piña de oro” —¡ironía cruel!— se oxidaba en la memoria colectiva como símbolo de una locura económica.
Porque no fue solo Loma Bonita la que pagó el precio. Aquella lógica del derroche disfrazado de impulso nacional fue parte del cóctel explosivo que, años después, reventaría en devaluación, inflación, crisis, López Portillo llorando por el peso… el apocalipsis económico made in Echeverría.
Mientras tanto, en Loma Bonita, el agro piñero —noble, terco, agrietado— trataba de reponerse. Tierra endeudada, generaciones que crecieron viendo las parcelas como campos minados de pasado. Y la piña, siempre la piña, volviendo a crecer con la paciencia del que ya aprendió.
Hoy la historia se recuerda como una especie de leyenda. Una fábula local con moraleja global. Porque cuando el símbolo se impone a la razón, cuando se administra con el corazón y no con el cerebro, una fruta puede volverse bomba, y una ofrenda, maldición.