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Noche cardíaca en Juchitán

El Piñero

Ignacio Carvajal blog.expediente.mx Para el Piñero de la Cuenca

Juchitán de Zaragoza, Oaxaca.-  Silvia Morales Toledo no duerme desde hace dos noches. Ella cuida que su familia esté bien en una plaza pública que han habilitado como dormitorio en el barrio Callejón Angélica Pipi. La mayor preocupación es su hija y nieto. La hija acaba de ser mamá y dio el grado de abuela a Silvia por primera vez. Es algo para festejarse durante días incluso pero hoy no hay ánimos pues Juchitán está enlutado.
Al menos 15 de los 45 muertos que dejó el temblor en la zona del Istmo eran de Juchitán y eso no deja dormir a sus habitantes. Tampoco las réplicas que constantemente se sienten.
Silvia Morales cuenta que a su casa no le pasó nada, aparentemente. Compara con las de sus vecinos, que están cerca de venirse abajo, resultó afortunada. Desde hace dos noches Silvia y los suyos acampa en la calle. Acá comen, duermen, platican y matan el tiempo a la espera de ayuda.
Lo peor de las 24 horas del día, dice Silvia, es la noche. Ya no se puede dormir tranquilamente bajo techo. La de Silvia está igual que unas 7 mil familias de la región cuyas viviendas resultaron afectadas, según la información de Protección civil del gobierno del estado, y que han tenido que irse a dormir a la calle ante el temor de ser aplastados por otro temblor.
La casa de Silvia es fuerte, de material y bien cimentada, pero no evita cimbrarse con cada nueva réplica.
Desde la mañana del viernes, en que despertaron a la tragedia, comenzaron a sacar a la calle sus camas, hamacas, sillas, sillones, casas de campaña para pernoctar. Medio centenar de vecinos del barrio los siguieron y  acondicionaron la plaza de la iglesia de Angélica Pipi como un gran dormitorio, y las carpas y lonas que en mayo pasado usaron para las fiestas patronales, que duran tres días de comida, baile y diversión, se montaron de nuevo como techos provisionales.
Parecía empresa fácil, contó Silvia, sin embargo, una vez llegada la noche, también trajo los nervios y el recuerdo de los gritos de angustia y el drama de la noche del jueves y madrugada del viernes.
La familia de Silvia y medio barrio se fueron a la cama antes de la medianoche de sábado, algunos niños y adultos lograron dormir, menos Silvia Morales, quien   pasó más de la mitad de la noche con sus grandes ojos negros abiertos. Algo le decía que podría pasar otra tragedia y estuvo pendiente de sus seres  amados y vecinos.
De pronto… El suelo se sacude. Los que ya dormían se desprenden de la almohada como lanzados por un impulso eléctrico. Todos de pie comienzan a mirarse y algunos más suplican al cielo para que la réplica no sea tan potente como el temblor que les dejó medio pueblo ruinas y 15 ataúdes llenos. La réplica pasa y algunos tratan de volver al sueño, otros más, sigilosos, deciden esperar. La escena se repite al menos diez veces en esta noche cardíaca con igual número de réplicas. Ya ni saben cuántas van.
En recorrido nocturno por las calles de Juchitán es lo que se mira, docenas de familias afuera de sus domicilios tendidos en el suelo, en camas, colchonetas o solo sábanas. Nadie confía en su casa desde la noche del jueves. A cualquiera le puede pasar que el techo le aplaste y prefieren no entrar a casa en lo más mínimo.
Los damnificados que no logran dormir pasan larga horas conversando sobre lo cotidiano. Silvia Morales saca un gran trozo de queso fresco que al paladar resulta cremoso y poroso, lo comparte con los periodistas y algunos de los suyos, con totopo wero y café. “No hay más que ofrecer, disculpe, por favor,”, dice apenada.
En mayo de este año, narra, la situación era distinta. A finales del mes se celebró en el barrio las fiestas de Angélica Pipi, una deidad traída de España para devoción de los juchitecos, la fiesta fue tan abundante y prometedora, que los vecinos se pusieron de acuerdo para ampliar la capilla en donde guardaba la imagen de Angélica Pipi. “La queríamos ampliar y mejorar y miré, ahora está a punto de caerse, como nuestras casas”.
Las personas del barrio refieren que esos festejos son cotidianos durante todo el año en esta región del estado. Les llaman mayordomías, velas, o lavados de cazuela, y anualmente hay un mayordomo y socios responsables de proveer  música viva, comida y cerveza. A nadie le extienden invitación. Cualquiera “que traiga un cartón de cervezas puede venir”, relata Silvia Morales en medio de la noche cardíaca, lo que sí es requisito es el vestir, hombres de guayabera blanca y pantalón oscuro. Las mujeres deben sacar su vestido de gala, tradicional, algunos con costo de 5 mil a 20 mil pesos ya que son elaborados a mano por ancianas que llegan a pasar hasta medio año en una sola pieza de coloridas flores y tocados dorados.
Pero hoy las memorias de esas fiestas sólo generan nostalgia entre los que pernoctan en medio del caos. Hoy no importan las fiestas ni la alegría, lo más doloroso, cuentan, es el porvenir, porque en suelo no deja de moverse y hasta ahora poco saben de los apoyos y la forma en que van a recuperar sus casas y pertenencias. Por lo menos las noches ya son una angustia en donde es trascendental evitar  morir aplastados o por un infarto ante las constantes réplicas.

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