Jaime GUERRERO | El Piñero
La política en Oaxaca atraviesa una fase de reacomodo profundo. El estado pasó, en menos de una década, de un escenario de competencia real entre fuerzas tradicionales a un esquema de poder concentrado en Morena y en la figura del gobernador Salomón Jara Cruz, quien cumple tres años de gobierno.
La correlación de fuerzas no deja lugar a dudas, el partido en el gobierno ejerce hoy una hegemonía política, gubernamental, legislativa, electoral y territorial, mientras que PRI, PAN y PRD sobreviven más como membretes que como opciones con capacidad real de disputa.
El sol azteca en Oaxaca conservó su registro estatal con Tomás Basaldu al frente. De esa partido emigraron todas las tribus que hoy están alojadas en Morena. El PRD no es oposición pareciera un caricatura de la izquierda.
El punto de quiebre fue la elección de 2022. Morena no solo ganó la gubernatura; lo hizo con una ventaja histórica que duplicó prácticamente la votación de su adversario más cercano.
Salomón Jara capitalizó el desgaste acumulado del priismo local, la fragmentación opositora y el arrastre nacional de la llamada Cuarta Transformación.
El resultado no fue un accidente electoral, sino la expresión de un proceso que venía gestándose desde 2018, cuando Morena comenzó a desplazar de manera sistemática a los partidos tradicionales en municipios, distritos y espacios federales.
El contraste con 2016 es revelador. Entonces, Alejandro Murat Hinojosa ganó la gubernatura bajo las siglas del PRI con poco más del 32 por ciento de los votos, en una elección competida frente a una coalición PAN-PRD que todavía conservaba presencia territorial y una narrativa de alternancia.
Seis años después, el PRI cayó a poco más del 25 por ciento y Morena superó el 60 por ciento de la votación efectiva.
La pérdida de más de 200 mil votos para el priismo y el crecimiento exponencial de Morena ilustran mejor que cualquier discurso el colapso del viejo equilibrio político.
A este fenómeno se suma un dato simbólico pero políticamente significativo: Alejandro Murat, el último gobernador priista de Oaxaca, hoy milita en Morena.
Más allá del juicio personal, su tránsito partidista refleja una tendencia mayor: la migración de cuadros, operadores y liderazgos del antiguo régimen hacia el nuevo centro de poder. Morena no solo ganó votos; absorbió estructuras, redes territoriales y capital político que durante décadas sostuvieron al PRI.
El dominio morenista se explica también por la fuerza de la imagen del expresidente Andrés Manuel López Obrador y hoy de la Presidenta, Claudia Sheinbaum. En Oaxaca, diputaciones locales y federales, senadurías y presidencias municipales han sido ganadas al amparo del lopezobradorismo y Morena que funcionó como un sello de legitimidad electoral.
Muchos representantes populares llegaron al cargo más por la marca Morena-4T que por trayectorias propias, lo que consolidó un bloque político amplio, aunque heterogéneo, subordinado al poder central.
En este ecosistema, los partidos aliados han operado de manera funcional. Fuerza por Oaxaca, el Partido Verde Ecologista de México y el Partido del Trabajo obtuvieron posiciones gracias a la alianza con Morena, no a una fuerza social propia.
Sin embargo, el PT rompió. Bajo el liderazgo de Benjamín Robles Montoya, el partido se convirtió en un opositor abierto a Salomón Jara Cruz, como consecuencia de una afrenta no resuelta durante el pasado proceso electoral federal presidencial. La ruptura evidencia que la hegemonía morenista no está exenta de conflictos internos ni de aliados inconformes.
El PAN, de la mano de Rosario Ramírez, lejos de reconstruirse como oposición, optó por una estrategia de acercamiento y entendimiento con la Cuarta Transformación. En Oaxaca, Acción Nacional se ha convertido en un aliado práctico del régimen, diluyendo su identidad ideológica y priorizando la sobrevivencia política mediante acuerdos. Hay operadores detrás de la líder desde el legislativo y el ejecutivo.
El PRI atraviesa su momento más crítico. Bajo la dirigencia de María del Carmen Ricárdez, el partido parece limitado a administrar recursos y estructuras mínimas, mientras enfrenta una constante fuga de militantes y liderazgos. La contradicción interna se refleja en figuras como el diputado Javier Cacique, exdirigente estatal del PRI, quien mantiene acuerdos políticos con Salomón Jara Cruz pese al discurso opositor formal del partido. Esta dualidad termina por minar la credibilidad del priismo y acelera su descomposición.
Movimiento Ciudadano tampoco escapa a la fragmentación. Al interior del partido se enfrentan dos corrientes. Por un lado, el bloque integrado por Alberto Sosa, Francisco Melo y Alejandra García Morlán, que busca sostener una línea crítica y contracorriente frente al gobierno estatal. Por el otro, Héctor Pablo Ramírez Puga Leyva, quien impulsa una estrategia de acercamiento y acuerdos pragmáticos electorales con el Gran Elector de Palacio, incorporando a ex priistas y operadores tradicionales de la mano de Noé Jara. De esta disputa depende si MC se consolida como una oposición real o se integra al sistema de alianzas del poder dominante.
En este contexto emerge la revocación de mandato como un instrumento político de doble filo. En el discurso, se presenta como un mecanismo de democracia participativa y rendición de cuentas. En la práctica, puede funcionar como una herramienta de legitimación para el gobernador en turno y, al mismo tiempo, como un termómetro electoral adelantado.
Para Salomón Jara, una eventual revocación representa la oportunidad de medir su capacidad de movilización territorial, el respaldo real de sus bases y el estado de ánimo social frente a su administración. Un ejercicio con alta participación y ratificación amplia fortalecería su liderazgo y consolidaría a Morena rumbo a los siguientes procesos electorales. Por el contrario, una participación baja o un resultado cerrado abriría fisuras en la narrativa de hegemonía y exhibiría desgaste temprano.
Para la oposición, la revocación es una prueba incómoda. Sin estructuras sólidas ni liderazgos unificados, difícilmente podría convertirla en un ejercicio de castigo efectivo. Aun así, podría servirle para medir su propia debilidad, rearticular discursos y detectar los pocos territorios donde aún conserva presencia social.
La lectura de fondo es clara: Oaxaca vive una etapa de poder concentrado, con Morena como fuerza dominante y con un gobernador que controla los principales resortes políticos del estado. La pluralidad existe, pero es desigual. La competencia formal persiste, pero la competencia real está condicionada por la asimetría de recursos, estructuras y respaldo electoral.
En el horizonte aparecen nombres que, con distintos matices, se mencionan como aspirantes naturales o potenciales a la gubernatura en los próximos años, principalmente dentro de Morena. Del lado opositor, los perfiles son difusos y dependen de una recomposición que hoy no se vislumbra cercana. Así, la política oaxaqueña se mueve entre la consolidación de una hegemonía y la incógnita de su duración. La revocación de mandato no definirá por sí sola el futuro del estado, pero sí ofrecerá una fotografía precisa del momento político: cuánto poder real tiene el gobernador, cuánta organización conserva Morena y qué tan profundo es el vacío opositor.






