Redacción El Piñero
El poder no cambia a las personas, las exhibe. Y en el caso del gobernador de Sinaloa, Rubén Rocha Moya, lo que quedó al desnudo no fue solo su incompetencia política, sino su profundo desprecio hacia las mujeres.
El pasado 5 de abril, durante una declaración pública que pasará a la historia por su bajeza, Rocha se refirió a su hoy secretaria de Gobierno, Yeraldine Bonilla Valverde, como una “meserita”, una mujer que —según él— “tuvo suerte y salió de una tómbola de Morena”. Así, sin pudor ni decencia, el mandatario redujo la trayectoria de una funcionaria a un cliché machista, a la servil caricatura de quien solo está “de paso” en la política gracias al azar o a la voluntad de un hombre.
Rocha no habló como gobernador; habló como parte del viejo régimen patriarcal que tanto daño ha hecho a la política mexicana. Su lenguaje fue un reflejo de la misoginia institucional que aún respira en los pasillos del poder. Y lo más grave: no fue un desliz, fue una confesión.
Mientras presume un gobierno de “cuarta transformación”, el gobernador de Sinaloa demuestra que sigue atrapado en la primera: la del machismo impune, la de los liderazgos que creen que gobernar es ofender, que el mérito femenino es una casualidad y que la dignidad se puede rifar en una tómbola.
No hay error que disculpar ni contexto que suavice el agravio. En tiempos donde miles de mujeres luchan por espacios de poder, lo mínimo que debería hacer un gobernante es respetar y reconocer sus capacidades. Pero Rocha prefirió burlarse, confirmar lo que muchos sospechaban: que su discurso de igualdad no pasa de ser un eslogan hueco.
México no necesita más gobernadores que insulten. Necesita líderes que entiendan que la palabra pesa, y que cuando se usa para degradar a una mujer, se pierde el derecho moral de hablar de transformación, justicia o progreso.






