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“Ya le lloré a mi hijo todo lo que pude”: historias de duelo, lucha, amor y desaparecidos en México

El Piñero

Saltillo, Coahulia .- Lo último que María de Jesús Reyes Vázquez alcanzó a ver de su hijo Hugo fue su mano, una mano todavía con piel que salió de la bolsa blanca en la que lo habían depositado dentro de una fosa común del panteón Jardín del Recuerdo, en Zacatecas.

Era su hijo ni duda cabía, lo supo por el brazalete que colgaba de su muñeca derecha y en el que venían inscritos sus datos de identificación.

María de Jesús, “Maru”, que había llorado tanto hasta desecar sus ojos tras la desaparición de Hugo, su hijo, no derramó una sola lágrima.

Durante la ausencia de Hugo, que se había prolongado por seis Navidades, como seis siglos, algunas noches que conseguía vencer el insomnio “Maru” soñaba que desde algún lugar remoto su hijo le decía “mami, ven por mí”, y ella le contestaba “ay Hugo, si aquí estás conmigo, a mi lado”.

Solo en sueños. Maru soñaba que desde algún lugar remoto su hijo le decía “mami, ven por mí”, hasta que dio con sus restos.

Entonces despertaba y recordaba el día en que escuchó por última vez la voz de Hugo, al otro lado del teléfono.

“Maru” no estaba en la casa, había salido un momento a la tienda, cuando sonó su celular:

    “‘Mami, dejé la ropa en la lavadora, ¿la sacas?, ya me fui”, le dijo Hugo, “¿a dónde?, vente mijo, ¿para dónde vas?’, preguntó “Maru”, “no, no puedo regresar”, respondió Hugo y colgó.

Cuando “Maru” volvió a la casa su hijo ya no estaba,

    “Se va o se lo llevan, no sé, para qué le voy a decir, yo no estaba en casa”.

“Maru” lo cuenta afuera de su pequeño puesto de Hamburguesas en la Plaza principal de Zaragoza Coahuila, con su iglesia del Sagrado Corazón enfrente.

Hace un mediodía fresco y nublado, “Maru”, tiene en las manos la fotografía de Hugo, aquella que se tomó en el patio de alguna de las cárceles de Estados Unidos por las que pasó, antes de ser deportado.

    “Tal vez ustedes dirán: ¿por qué no se me quiebra la voz? Ya pasó mucho tiempo, ya le lloré a mi hijo todo lo que yo pude”, dice “Maru” y no, no llora.

 

Hugo, era un adolescente de 14 años cuando migró sin papeles a la Unión Americana con la esperanza de trabajar y ayudar a “Maru”, que había sido padre y madre a la vez, desde que dejó a su esposo, el papá de sus cinco hijos, por problemas con el alcohol.

Entonces Hugo contaba apenas nueve meses.

A Hugo no le gustaba la secundaria, prefería corrérselas con sus amigos y gastarse el dinero que “Maru” le daba para la escuela en funciones de cine.

“Yo trabaje tanto para él, para que gastara y andaba ahí, buscándolo: ‘si no vas a la escuela, ya sabes’. Llegaba yo y ‘Hugo, la tarea’, decía ‘no me encargaron, no me encargaron’, y yo ‘vas a ver, te voy a dar una tunda si no fuiste a la escuela’”.

Hasta que un día Hugo se confesó con su madre: “mami, no me gusta le escuela. Estás perdiendo tiempo y estás gastando. Yo ya no quiero la escuela”.

A los pocos días “Maru” lo vio alejarse de la casa con una mochila a la espalda: que se iba pal’ otro lado, le anunció Hugo y ella lloró.

“Lloré tanto porque me dijo ‘me voy para ayudarte, para trabajar. Mami, tan siquiera dame cinco dólares’. Me acuerdo que le dije ‘no te vayas Hugo, estás chico, cómo te vas a ir…”.

Pero Hugo se fue y no volvió.

Sin descanso. Olga Lidia Saucedo, presidenta de la Asociación Alas de Esperanza acude al memorial de los desaparecidos en Allende, Coahuila. Como ella muchos familiares siguen en la lucha incansable por encontrarles.

 

EL DOLOR DE DICIEMBRE

A lo largo de 15 navidades, que fueron pera ella como 15 siglos, “Maru” miró crecer a Hugo en las fotografías que él le mandaba, junto con dinero y unas cartas en las que le escribía que ella, su madre, era todo para él.

Tiempo después “Maru” sabría por esas mismas cartas que Hugo trabajaba en la construcción, que se había puesto a vivir con una norteamericana y tenía un hijo.

Años después “Maru” recibió una llamada de Hugo.

Le decía que se hallaba preso en una cárcel de Texas, a la espera de ser deportado a México y pensaba regresar a Zaragoza.

Era 2010, uno de los peores años de la guerra contra el narco en el norte de Coahuila.

 

Zaragoza había dejado de ser el pueblo tranquilo y apacible que Hugo conoció en su niñez, para convertirse en una bomba de tiempo; balaceras a toda hora y toque de queda.

“Le dije ‘acá las cosas están muy feas mijo”, platica “Maru”.

Cuando “Maru”, fue a Ciudad Acuña para recoger a Hugo buscó con la mirada  al niño rebelde que hacía 15 años se había ido de casa pal otro lado, y se encontró con un hombre fornido, de 29 años y de ojos borrados que, al cruzar la aduana, corrió a sus brazos y le dijo “mami”.

A su retorno al pueblo Hugo ayudaba en el puesto de pollo y hamburguesas que “Maru” había abierto en su casa.

Desde muy joven ella se dedicó a la venta de comida para sostener a sus hijos, luego que se hubo separado de su marido, un hombre que padecía alcoholismo.

En aquellos días, los del regreso de Hugo al pueblo, por las calles de Zaragoza irrumpían las balaceras y los rumores sobre secuestros, desapariciones y muchachos que eran enganchados por la delincuencia organizada para “trabajar”.

    “A muchos se los llevaban ofreciéndoles fuertes sumas de dinero y ellos se iba por su voluntad, porque nadie se los llevaba a la fuerza, simplemente yo me imagino que ya no los dejaban salir”, dice “Maru”.

En aquellos días fue que Hugo desapareció.

Que ya se iba, dijo a “Maru” por teléfono, y que no podía regresar.

La única testigo fue la lavadora que se quedó jalando con su ropa y el misterio de su desaparición dentro.

“Él se quedó en casa lavando su ropa. Y sí, ahí estaba la lavadora con la ropa y él se fue y ya no volvió. Yo no estaba, andaba en la tienda cuando él me habla y me dice. Y ya no tuvimos contacto con él. Le marqué y ya no me contestó. Le hablábamos y le hablábamos y preguntábamos aquí a otros muchachos”, dice “Maru” y es como si de repente la desesperación que vivió en esos instantes le volviera al rostro.

Sucedió el “Día de la Coneja”, por marzo o abril de 2011, “Maru”, ya no recuerda bien.

Pero no se le olvidan las morgues y ceferesos, de casi todo el país, que recorrió buscando a Hugo.

Su angustia era tal que “Maru” fue a Villa Unión a buscar a un señor adivino para que le dijera dónde estaba su hijo, pero el adivino calló, que tenía prohibido revelar el paradero de Hugo, no dijo por qué ni por quién.

 

SE PROHIBE LA ESPERANZA

    “’Quién le tiene prohibido. Dígame dónde está mijo. Ándele, yo le pago l que sea’, le dije, pero no, dijo que no me podía decir, nunca me quiso decir, decía que mi hijo no estaba aquí, que estaba muy lejos”, relata “Maru”.

¿Denunció usted?

No me dejaron mis familiares, decían que a lo mejor nos iban a matar a todos, no sabíamos qué podía suceder. En realidad no sabíamos en lo que mi hijo andaba. Se lo llevaron, se fue… Conocemos a nuestros hijos de la puerta de la casa para adentro, pero no para afuera, porque se salen y no sabes realmente qué andaban haciendo… Pero yo prefería mil veces que mi hijo estuviera en la cárcel, verlo vivo y no muerto.

¿Cómo era Hugo?

Era una persona buena, muy noble. Se quitaba la camisa para dársela a otro.

Una mañana “Maru” vio en la primera plana del periódico la noticia de un enfrentamiento entre la Marina y un grupo de hombres armados en Fresnillo, Zacatecas, que había dejado como saldo varios civiles muertos.

“Maru”, no sabe por qué, pensó en su hijo.

Otra tarde que “Maru” se hallaba en su puesto de hamburguesas de la plaza principal de Zaragoza, vio aparcar una camioneta desde la que alguien le hizo señas a uno de sus empleados para que se acercara.

    “Le dijeron que mi hijo había muerto y que estaba en Zacatecas. Yo no los conozco ni les vi la cara a esos hombres, nunca dijeron quiénes eran sólo que Hugo antes de morir les dijo ‘si alguien de ustedes queda vivo, quiero que le diga a mi mamá que me haga una misa, un rosario y que la quiero mucho’”, cuenta “Maru”.

Habían pasado más de seis años de la desaparición de Hugo cuando “Maru”, acompañada por Olga Saucedo, la presidente de “Alas de Esperanza”, una agrupación que defiende a familiares de desaparecidos en Allende, Coahuila, fue hasta Zacatecas para reclamar el cuerpo de su hijo.

“Nadie quería acompañarme, tenían miedo. Yo no tenía miedo porque me quitaron lo que más quería”, dice “Maru”.

Lo encontró enterrado en una fosa larga y muy grande del panteón “Jardín del Recuerdo”, sin una cruz, sin una flor, sin una imagen.

Lo habían metido en una de esas bolsas blancas de nylon con zípper, esas donde suelen meter a los cuerpos no reclamados o sin identificar.

A “Maru” le permitieron ver solamente la mano derecha, aun con piel, de Hugo, de la que colgaba un brazalete con sus iniciales.

Antes los del Semefo le habían mostrado unas fotografías de su hijo, momentos después de su muerte y ella lo reconoció.

Tenía un balazo en la cabeza, otro en el costado izquierdo del pecho, y otro en un brazo.

Sangraba.

“Tenían su credencial de votar y todo y les dije a los de la morgue ‘¿por qué no nos dijeron, si tenían todo?’, y ellos “sí, pusimos la noticia…”.

El cotejo de las pruebas del ADN de “Maru” y las de otro de sus hijos, con las de Hugo habían dado positivo.

    “Sí, desgraciadamente era mi mijo, 100 por ciento que estaba ahí, en esa fosa común”.

Semanas más tarde, y gracias a las gestiones de la organización “Alas de Esperanza”, Hugo fue trasladado a Zaragoza y sepultado en una tumba sin lápida del cementerio del Sagrado Corazón.

“Nomás lo velamos un ratito, como dos horas, en una capilla de Allende”.

Desde entonces Hugo ya no volvió a aparecer más en los sueños de “Maru”.

    “Me imagino que él no quería estar allá donde lo tenían, ahora ya está aquí con nosotros. En casa le tengo un altarcito con su foto, le pongo veladoras y su vasito de agua bendita”.

Por primera vez en muchos años “Maru” se sintió aliviada.

“No sé quién fue, no sé, no quiero problemas, yo nomás quería recuperar a mi hijo, ya qué podemos hacer, no podemos hacer nada. Sí lo extraño, no le digo que no, pero la vida sigue…”.

 

LA SANGRE LLAMA

Olga Lidia Ramos González se sorprendió de sí misma cuando un funcionario de la PGR le preguntó si deseaba ver los restos de su hijo, después que le entregó el certificado del ADN, y ella dijo que sí.

Olga lo vio antes de que lo metieran en el ataúd y se lo dieran al de la carroza.

“Por eso mucho gente dice que qué valor el mío, le digo ‘es que si yo quiero saber tengo que ver’ y sí, vi los restos de él”.

Todavía Olga se resistía a creer que de Jorge, el más chico de sus tres hijos, su consentido, hubieran quedado sólo sus huesos.

“Los puros huesitos”, repite Olga sentada en la sala de la casa de una hermana de ella, en el pueblo de Zaragoza, con un árbol de Navidad plantado en una de las esquinas.

Es una mañana anubarrada, gélida, y a pesar de que no hay pronóstico de lluvia para este día en los ojos de Olga no paraba de llover.

El día que Jorge, 22 años, el hijo de Olga, desapareció, había ido a casa de su madre a dejar un encendedor.

Esa sería la última vez, 25 de octubre de 2014, que Olga lo vería con vida.

Ni un presentimiento ni una corazonada.

Cuando Olga y su esposo Mariano fueron de visita a casa de su hijo, en Manuel Acuña 208, Claudia, su pareja, les contó que Jorge había salido a la tienda por unos fritos y ya no había regresado.

La historia de Jorge se parece mucho a la de tantos muchachos de la región norte de Coahuila, que, en plena guerra contra el narco, salían de su casa a la tienda, a una fiesta, al trabajo, con los amigo, y ya no regresaban, como si se los hubiera tragado la tierra.

En ese momento Mariano, el esposo de Olga, recordó que por la mañana había visto en la calle a una mujer de negro, que después de saludarlo, entró en la casa de Jorge y Claudia.

“Le dijo mi señor a Claudia ‘¿tuvieron visita en la mañana?’, dijo ‘no’, dijo Mariano ‘sí Claudia’, dijo ‘no, no vino nadie’, dijo ‘pos una señora vestida de negro entró aquí y tú le abriste la tela, no hay otra tela blanca nomás que esta de tu casa’, y Claudia que no y él que sí, le digo ‘ya Mariano, no estés diciendo nada’, dijo ‘¿por qué?’, le dije ‘nomás falta que haya sido la muerte la que entró’”.

Vinieron horas y días aciagos para Olga y su familia.

De su hijo Jorge no volvieron a saber más.

Entonces Olga fue donde el Ministerio Público de Zaragoza a denunciar la desaparición de su hijo y después peinó por días enteros las calles del pueblo buscando a alguien que le diera una pista sobre quién se lo había llevado y por qué, pero nadie vio nada.

Por todo Coahuila proliferan los testimonios de madres que, como Olga, salen al monte de sus comunidades gritando, hasta quedarse roncas, los nombres de sus hijos desaparecidos.

Olga llora en silencio con el rostro abotagado por el dolor y un nudo en la garganta que parece a punto de reventar, pero que no reventa.

Lleva puesta una playera naranja, la playera que distingue a las madres de la organización “Alas de Esperanza” de Allende, Coahuila.

En el centro de la playera, justo en el pecho de Olga, está impresa la foto de Jorge con la chamarra de Aeropostal que a él tanto le gustaba.

La foto es de un 24 de diciembre o de un año nuevo, Olga no recuerda.

“Dijo él ‘mami, quiero un chamarra que está en Comercial Roel, es así y así, ¿me la compras?’, le dije ‘sí’ y fui y se la compré”, cuenta Olga.

Y elige acordarse de cuando Jorge era un nene, que jugaba con él antes de irse a dormir.

“Era un niño que se entretenía con juguetes, se ponía a jugar. En la noche que ya me andaba yendo a acostar me decía, ‘ponte a jugar conmigo un ratito’, le decía yo ‘no mijo porque tú vas a ir a la escuela’, y él ‘no ándale juega un ratito’, y nos poníamos a jugar en la noche…”.

Ya en la adolescencia Jorge desertó del segundo de secundaria porque no le gustaba estudiar.

“Ya no quiso estudiar y le dije ‘pos si ya no vas a estudiar estate en la casa en lo que yo trabajo’. Limpiaba  la casa. Llegaba yo a mi casa y estaba limpia. Decía ‘voy a ver a la novia’, y se iba y luego regresaba y ya no se salía, se estaba aquí con nosotros, pegado a mí, se colgaba de mí…”.

Después vino lo de su desaparición.

Seguido Olga soñaba que Jorge llegaba de la calle, golpeado, y se despertaba asustada.

 

Unos meses después, el 6 de febrero de 2015, Olga recibió la llamada de una funcionaria de la Procuraduría, le pedía que acudiera a ver las fotos de un muchacho que había sido encontrado en una fosa clandestina del ejido San Fernando, a media hora de Zaragoza, y luego depositado en una fosa común de Ciudad Acuña.

Cuando Olga llegó sola a la Casa de la Cultura de Zaragoza para ver las fotografías, los investigadores se negaron a mostrárselas.

“Dice una licenciada ‘¿no le puede mandar hablar a alguien?’, le dije ‘no, yo sola’, dice ‘señora le puede pasarle algo malo’, le digo ‘no me pasa nada malo de lo que ya me pasó’ y les decía yo ‘vivo o muerto, chueco, renco, tuerto, como sea… yo lo quiero’”, relata Olga.

Olga miró proyectada en la pared de un salón la imagen de una osamenta con las piernas mutiladas hasta las rodillas y dos costillas rotas.

Que era su hijo, dijo sin titubear ante la sorpresa de los funcionarios.

Olga vio también las fotografías de unas ropas: el tenis, el cinto, un bóxer, el pantalón.

Eran las prendas de su hijo.

Dos años más tarde las pruebas del AND que se había realizado Olga, el padre de su hijo y el de su hermano mayor, confirmaron sus certezas.

“Y ya de ahí pues… fui a sepultarlo”.

Olga dice que le entregó su hijo a Dios desde que desapareció, porque sabía que vivo ya no lo iba a encontrar.

¿Por qué?

Porque sí… Yo sabía que no. Qué hubiera dado por haberlo encontrado vivo, pero no. Uno se tiene que hacer a la idea. Le he llorado como no se imagina y le seguiré llorando porque uno no está preparada para perder… y menos a sus hijos en esa forma. Si los pierde por enfermedad pos les llora uno, pero en esa forma, ¿por qué lo hicieron?

Jorge fue enterrado, sin honras fúnebres, en el camposanto del Sagrado Corazón de Zaragoza, al lado de su abuelo, el padre de Olga.

Su madre aun le llora…

“Pos descanso de al tiro no. Cuando me lo entregaron yo soñé que me miraba con sus ojitos, que me decía que le siguiera, que no parara, que le siguiera… Me duele y me va a seguir doliendo mientras yo viva, mientras yo viva y no sepa el por qué se lo llevaron y qué fue lo que pasó. Mi descanso va a ser hasta no saber el motivo… Quiero saber cuál fue el motivo, el por qué lo hicieron, a lo mejor para descansar yo y dejarlo descansar a él…”.

 

¿DÓNDE PONER LAS CENIZAS DE ALLENDE?

Irene abrió la pequeña urna de mármol que momentos antes habían puesto en sus manos y comprobó que sí, que eran cenizas.

No eran solamente las cenizas de su esposo Lauro, le dijeron, sino de varias, de todas, las personas que habían sido quemadas en el rancho Los Garza de Allende, a finales de marzo de 2011, en un episodio que en la guerra contra el narco lo nombran “La masacre de Allende”.

“Pos que eran las cenizas donde se habían quemado a todas las personas juntas, pero no eran específicamente de él…”, dice Irene.

La víspera otro alguien le había llamado a Irene para que se presentara en el DIF del pueblo, no le dijo de qué se trataba.

Ella tenía que trabajar en una maquiladora de Piedras Negras para mantener a los cinco hijos que su marido le había dejado al desaparecer, y perder un día de salario sería una catástrofe en su vida, se excusó.

Que fuera, reviró la voz en el auricular, el gobierno le pagaría el turno y lo que hiciera falta.

Irene aceptó.

Ya en el velorio, donde hubo rezos y cantos, Irene se sintió rara; casi tres años de no ver a su marido, pensó, mientras sus hijos, que eran unos niños cuando su padre se fue, le preguntaban “¿qué es eso mamá?, ¿y por qué vino mucha gente?”.

Fue todo normal, como cuando velas el cuerpo en la caja, dice Irene.

Amaneciendo Irene y sus hijos estaban frente a una tumba abierta del cementerio de San Juan de Mata, en Allende, a donde habían llevado a enterar las cenizas de Lauro, en medio de una multitud de familiares que rompió en llanto.

Irene volvió sentir esa como desazón, como extrañeza…

“Empezaron a llorar, todo mundo llorando y nosotros nomás nos quedábamos viendo, ¿por qué?, ¿qué pasa? Al ver a toda a la gente llorando y a los niños pos…no me aguante el sentimiento…”.

Desde la tarde en que Lauro, el marido de María Irene Méndez González, salió de su casa y no regresó, ella comprendió que tenía que ser fuerte.

Irene cuenta que la tarde que cambió su vida, el 18 de marzo de 2011, Lauro, su esposo, estaba cocinando unos pollos asados, cuando timbró su celular.

 

LA NOCHE TRISTE

Destrucción… En una noche y sin que los cuerpos policiacos de la región intervinieran, el brazo armado de un cartel destruyó una ciudad entera:

“Me ponía a llorar pos de pensar que cuando estaba él nunca anduve batallando que el recibo del agua, de la luz, que se acabó la leche. Llegar a ese grado de que compraste una cosa y se te acabó la otra. De primero me decía mucha gente ‘es que andas como si nada, yo en tu lugar estuviera en el cuarto encerrada’, les decía yo ‘¿y qué voy a ganar con encerrarme?, encerrándome no vamos a sobrevivir, aquí necesitamos trabajar’ y me decían ‘es que es muy feo, dejas a los niños y te vas a trabajar’, les decía yo, ‘no me van a dar de comer los vecinos’. Yo tenía que trabajar, sacarlos adelante como pudiera y pos el mayor tenía 15 años, dónde le iban a dar un trabajo. Dije ‘pos aunque la gente hable o diga yo me voy a trabajar’ y me fui a trabajar”.

Irene cuenta que la tarde que cambió su vida, el 18 de marzo de 2011, Lauro, su esposo, estaba cocinando unos pollos asados, cuando timbró su celular.

“Le hablaron a él por teléfono, dijo ‘orita vengo’, le digo ‘¿quién te habló?’, dijo ‘voy a un mandadío de volada’, pero como a veces así se iba no me extrañó a mí. Se fue y ya no volvió. Le marcaba al celular y no me contestaba, dije, ¿qué le pasaría?, ¿por qué no me contesta?”.

Irene pasaba las noches en vela esperando que Lauro tocara la puerta y dijera “ya llegué, pos es que sabes que andaba en tal parte…”, hasta que le ganaba el sueño y se quedaba un rato dormida.

“Los primeros días fue un martirio no verlo llegar nunca”, platica Irene afuera de su casa con la fotografía que Lauro se tomó en una fiesta vestido de vaquero y que Michel, su hija de 15 años, tiene colgada en su cuarto.

Son cerca de la 1:00 de la tarde y en Allende, el pueblo de la matanza, las calles lucen silenciosas y vacías, pero en el aire se respira esa pesadez que dejo el miedo el día de la masacre.

En las esquinas sobreviven, como mudos testigos del horror, las casas quemadas, tumbadas y desmanteladas por los zetas, que ahora están convertidas en basureros con sus arcos y sus chimeneas que antes fueron ostentosos y a la postre no son más que ruinas.

Detrás de las puertas de cada vivienda en Allende se platican bajito las historias de balaceras, asesinatos y desapariciones, consumados por la delincuencia.

La policía nunca vio ni oyó nada.

A Irene la ponían triste las lágrimas de Michel que entonces tenía seis años y no paraba de pregunta por su padre.

“Me decía la niña ‘¿no ha llegado mi papá?’, y yo ‘ahorita llega’, y ella ‘es que me echas mentiras, así me dijiste anche: que ahorita venía’ ya yo le decía ‘es que llegó bien noche, por eso no lo viste’ y luego en la mañana ‘ves no vino me echaste mentiras otra vez’, y yo le decía ‘ahorita llega y ahorita llega’, se ponía a llorar ella y pos yo no me aguantaba…”.

Con el tiempo Irene tuvo la sensación de que Lauro ya no regresaría jamás.

“Y le dije a la niña que no sabía yo qué había pasado, nomás que su papá no había vuelto, le dije ‘no sé qué le pasó o quién se lo llevó o dónde esté”.

Lauro era mecánico y trabajaba en el rancho de la familia Garza, ubicado en los límites de Allende y Villa Unión, el lugar donde a finales de marzo de 2011 se suscitó una matanza perpetrada por los zetas cuyo móvil fue una vendetta por dinero y droga.

“Mi esposo miraba mucho movimiento y pensaba que probablemente se dedicaban a otra cosa ahí, no específicamente a lo del carbón. Decía que él miraba muchas cosas, que se dedicaban al movimiento de la droga y todo eso, pero pos él nada que ver. A la hora de la hora pos no preguntaron, se los llevaron a todos”.

Irene fue a la presidencia municipal de Allende para denunciar la desaparición de Lauro.

Ahí apuntaron en un cuaderno su dirección, el nombre de él y le dijeron que si llegaban a encontrarlo algún día, le avisaban.

“Yo decía, ‘dudo que esté con vida, pero esperemos en Dios que por ahí esté, que algún día aparezca”.

Y ese día, un día de diciembre de 2014, fue el día en que la citaron en el DIF para entregarle una urna con unas cenizas que, le dijeron, eran las de su esposo revueltas con las de otras víctimas.

“De perdido llega el 2 de noviembre o el día de su cumpleaños y les digo a mis hijos ‘vamos al panteón a llevarle un arreglo a su papá’ o ellos me dicen ‘amá, ¿no le vas a comprar flores a mi papá?, vamos a llevárselas’”, dice Irene.

 

CAMPOS DE EXTERMINIO

En el rancho Los Garza, el sitio de de la masacre, ubicado, en los límites de Allende y Villa Unión, la maleza ha borrado los caminos y la llanura, como si hubiese querido borrar, ocultar, también el recuerdo de lo que pasó aquel marzo de 2011.

 

Al fondo se ven todavía las ruinas de las casas de sus antiguos moradores, casas campestres con chimenea y portales que fueron quemadas y desmanteladas por los zetas.

Casas sin ventanas, sin piso, con las paredes desnudas, negras de tizne.

Eran las casas de la familia Garza, que, se dice, tenía nexos con la delincuencia y fue aniquilada, junto sus trabajadores y gente cercana, en este paraje.

Unos dicen que fueron 300 los desaparecidos en Allende, otros que 30, otros que 27 y el secretario de gobierno José María Fraustro Siller, que 70.

Sólo las almas de los que quedaron en este rancho, y que ya no podrán hablar más, tienen la verdad.

El rancho parece una zona de guerra, como si de cielo le hubiera caído un misil, una bomba antiaérea.

Aquí no viene nadie, no hay nadie y a ratos se siente como si alguien te siguiera, que viniera atrás de ti, empujándote.

Dicen que allá en esas como muelles, como  aparcaderos de tráiler, fue donde quemaron los cuerpos.

Todavía en el suelo de cemento se ven las huellas del fuego, restos de cenizas, de carbones.

No hace mucho, de entre estos carbones, los peritos encontraron dientes, molares y colmillos de humano.

De este pedazo de mundo, del que los pobladores de Allende hablan en secreto, no quedaron más que ruinas y cenizas.

 

LA PÉRDIDA AMBIGUA

A Elizabeth Alfaro, la directora de Atención Inmediata de la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (Ceav), el reciente fenómeno de las desapariciones en Coahuila, le cambió la vida.

En la carrera de psicología le habían enseñado sobre el duelo y sus etapas, pero cuando conoció historias como la de Hugo, Jorge y Lauro, comprendió que la realidad había superado lo que sus maestros de la facultad le enseñaron.

Elizabeth cuenta que en 2017 el personal de la Ceav, psicólogos y trabajadores sociales, tomó una capacitación sobre la atención a familiares de personas desaparecidas,

 

Y fue aquí donde aprendimos esta diferencia, porque los psicólogos no sabíamos tratar esta problemática. Las familias generaron como cierto rechazo a le profesión de los psicólogos porque ir con un psicólogo significaba decir ‘señora vamos a superar esta situación’ o ‘usted está en esa fase del duelo, pero algún día va a cerrar’ y no se trata de eso. Lo que aprendimos más bien es que toda esta emoción y toda esta sintomatología que presentan las familias de personas desaparecidas puede tener un nombre: se llama pérdida ambigua y busca que las familias de personas desaparecidas puedan vivir con la incertidumbre”.

La pérdida ambigua, dice Alfaro, es completamente distinta a un duelo común cuando hay una pérdida de un ser querido y la familia tiene la certeza real de que ese ser querido descansa en una tumba.

“Es muy distinta la emoción que puede experimentar una familia que tiene una persona desaparecida, porque un día puede levantarse con toda la esperanza de que puede encontrarlo con vida y de que va a hacer todo lo que esté en sus manos para seguir. Pero al siguiente día puede venir un sentimiento de completa desesperanza, de decir ‘yo sé que no voy a encontrar a mi familiar’, pero es completamente normal que vayan de un lado a otro, de la alegría a la tristeza, del enojo al temple, es decir ‘voy a seguir con la búsqueda”.

La directora de Atención Inmediata del Ceav dice que a partir de entonces esta comisión brinda un acompañamiento psicosocial a las familias de desaparecidos, que busca brindar herramientas de afrontamiento ante una pérdida que es completamente confusa.

“Es ayudarles a entender que es normal que un día se sientan de una manera y otro de otra… Esa persona en el duelo ya no va a regresar y en la pérdida ambigua existe la posibilidad de que regrese, pero a la vez de que ya no vuelvas a ver a esa persona. Entonces es aprender a vivir con la puerta abierta”.

¿Y hay efectivamente un descaso, una paz, en el caso de las familias que han encontrado sin vida a sus desaparecidos y los han llevado a enterrar?

Descansan en el sentido de que existe la certeza de dónde está, sin embargo el camino por recorrer con estas familias todavía es muy largo, porque nos falta acceder a la vedad y a la justicia y por supuesto a la reparación integral del daño. Pero esta búsqueda de respuestas es interminable hasta que no se tenga la certeza de, además, donde está, qué pasó, por qué pasó y quién lo hizo. Hay familias que dicen ‘aquí termina mi proceso, ya no me interesa seguir con la investigación, ya no me interesa nada más porque lo único que quería era recuperar a mi familiar’.

 

VIOLENCIA INSTITUCIONAL

 

Eduardo Calderón, psicólogo y psicoterapeuta, colaborador del Centro Diocesano para los Derechos Humanos “Fray Juan de Larios”, habla de las secuelas que puede desencadenar en una persona la desaparición de un familiar.

“Impactos en el cuerpo. Vemos muchas personas con diabetes, colesterol, cáncer y buscamos la manera de trabajarlo psicológicamente”, dice.

Y asegura que él ha observado cómo estos síntomas se agudizan por la no atención de las autoridades.

    “Que no sepas nada, que no se den avances de la investigación de tu caso, o que cuando vas a poner tu denuncia ni siquiera quieren recibirte, te dicen ‘no, hasta que pasen 72 horas’. Entonces es, cómo eso, la violencia institucional, genera más impactos en las personas, de diferentes tipos: cognitivos, o sea todos los pensamientos que pueden surgir, las dudas, la inseguridad, la desconfianza; impactos emocionales; ansiedad, depresión, tristeza, enojo, rabia, impotencia y también impactos físicos: desde dolores de cabeza, gastritis, colitis, todo lo que termina en itis y cada quien lo va a ir manifestado de diferentes maneras, hasta enfermedades más graves”.

 

HOLOCAUSTO COAHUILENSE

En mitad de la carretera 57, justo en el tramo que va de Allende a Zaragoza, hay un obelisco, con un monumento, una alta columna que tiene en la punta una flama y en derredor una plazoleta con bancas.

Es el memorial que en 2015 mandó erigir el gobierno como un recuerdo a los desaparecidos y que fue en su momento blanco de críticas por parte de algunos colectivos de familiares ausentes.

Hoy este memorial se encuentra olvidado, abandonado y vandalizado.

Manos anónimas arrancaron la placa de plástico que contenía el pensamiento dedicado a los desaparecidos y ahora el memorial es sólo una roca en mitad de una carretera.

    “No tenemos dónde darles una plegaria a nuestros seres queridos desaparecidos y pensamos en venir a sentarnos aquí. No tenemos un panteón, ni tenemos nada y aquí es donde la gente quiere venir a elevar la plegaria al cielo en honor y a la memoria de los que están desaparecidos y a los que ya no tenemos…”, dice Olga Saucedo la presidenta de “Alas de Esperanza”.

 

¿Vine la gente?

 

    “Sí, vienen. Una vez una señora me platicó: ‘no sabes de dónde vengo Olga’, le digo ‘no, ¿de dónde vienes?’, dice ’vengo de pedirle a Dios que me regrese a mi hijo. Allá fui al memorial a pedir a Dios que me regrese a mi hijo’, le digo ‘mira, que bueno’, qué le podía decir yo…”.

 

CINCO MANANTIANLES… DE LÁGRIMAS

En la pared frontal de la oficina de Olga Lidia Saucedo, la presidenta de “Alas de Esperanza”, están pagadas las fotografías de las 110 personas desaparecidas originarias de los Cinco Manantiales que hasta el momento tiene registradas esta asociación.

La mayoría de ellas no están localizadas y sus familiares siguen en la lucha incansable por encontrarlas.

    “No sé si darle gracias a Dios porque tenemos gente, yo no quisiera que tuviéramos nada ni una desaparecida, ni una, que no haya desaparecidos…”, dice Olga.

Y dice que los dos últimos años sólo cuatro personas de los municipios de Allende y Zaragoza han sido localizadas sin vida, identificadas y entregadas a sus familias.

Con vida si acaso una, pero tiene miedo habar.

Olga dice que se sabe casi al dedillo todas las historias que guardan estas fotografías, pero hay una que la conmueve sobremanera y es la de su hija Adanari de 22 años, quien desapareció el 18 de diciembre de 2011, junto con su esposo y otras siete personas de un domicilio de Piedras Negras.

Olga había ido a denunciar la desaparición de Adanari a la presidencia municipal de Allende, pero el alcalde de aquel entonces le dijo que no podía hacer nada y ella salió llorando.

“Nos tocó la de perder a mi hija y todavía seguimos en la lucha”.

Según las investigaciones ministeriales Adanari fue una de las víctimas ejecutadas y luego quemadas por los zetas en el penal de Piedras Negras y sus restos arrojados, con los de otras personas, a las aguas del Río San Rodrigo de este municipio.

    “Fui cuando ya supe que a mi hija la habían tirado ahí, fui y raspé, porque yo andaba como loca buscando a mi hija. No la iba a hallar porque había inundaciones…De mija nada. Y yo no estoy en paz, yo como madre de Adanari, de desaparecida, no estoy en paz. No quedamos en paz, no quedamos bien, porque yo no tengo unos restos a los que llorarles”, dice Olga que hace apenas unos días se recuperó de un connato de embolia, dice que debido a la presión que implica ser la presidenta de una organización de familiares de desaparecidos.

“Me presiono porque a mí me gusta salir a buscar a la gente cuando se me desaparece…”, dice Olga.

¿Cómo es Adanari?

Mi hija es muy bonita, es delgadita, chiquita, muy inteligente. No le hacía daño a nadie, a nadie. De mi hija no tiene nadie nada qué hablar. Estuvo en el momento y en el lugar equivocado mija.

“Esa soy yo. Ahí me andaba dando la embolia”, dice otra vez Olga y señala una página de periódico donde se ve su fotografía en blanco y negro sosteniendo el retrato de su hija y abajo la pregunta “¿Qué harías si un día tu hija no regresa a casa?”.

Olga la sigue buscando…

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