José Murat
Lo impensable hace algunos meses está ocurriendo ahora. Ya no es sólo la guerra Rusia-Ucrania, prolongada y enconada más allá de todo lo previsto. Ya no es sólo eso más la escalada de Israel contra la franja de Gaza y el territorio palestino, que ya antes había arrebatado y usurpado; ahora es también Israel contra Irán, poniendo al planeta al borde de una tercera guerra mundial, un escenario apocalíptico que creíamos proscrito para siempre. No, no estaba cancelado ese futuro: la suma de locuras e irracionalidades hoy tiene de rehén al orbe entero.
Contra cualquier pronóstico de los expertos en geopolítica, Israel, o más propiamente su primer ministro, Benjamin Netanyahu, decidió elevar la apuesta y erigirse en juez de todo el Medio Oriente: sólo ese país puede tener armas letales y de largo alcance en la región. Israel es una potencia nuclear que no rinde cuentas a nadie. No ha firmado el Tratado de No Proliferación ni acepta inspecciones. Los demás no tienen esas armas destructivas, y ni siquiera aspiran a tenerlas; la sola sospecha es argumento suficiente para bombardear, como lo hiciera Estados Unidos en Irak.
A propósito de este país, muy lejos de la sensibilidad diplomática y el cuidado de los equilibrios de otros tiempos, por momentos pareciera que ha decidido pasar de mediador a parte beligerante, con bombardeos a puntos estratégicos. La única solución para que el conflicto Israel-Irán cese, en su diagnóstico interesado, es la rendición incondicional de Irán, como si ese país árabe hubie-ra sido el responsable inicial de las agresiones bélicas.
Pero cuidado, no debemos pasar por alto que Irán es el heredero histórico de un imperio milenario, el imperio persa. No es Gaza, con todo el respeto que merecen los lastimados habitantes de esa franja humillada; no es tampoco Líbano, tantas veces avasallado, con el orgullo de ser la cuna de los fenicios; no es siquiera Afganistán o Irak, sometidos en su momento por la superioridad bélica de Occidente. No, Irán es historia en movimiento, es cultura ancestral, es defensa de un concepto singular y ultraterrenal del mundo, ajeno a la rendición, y menos aún si es incondicional.
Por eso, no puede haber una solución unilateral, y mucho menos una respuesta bélica, al avasallamiento militar. Tiene que haber una solución genuina, real, construida desde el diálogo y la multilateralidad. Tiene que haber un acuerdo mundial por la paz, con todas las voces, en la comprensible pluralidad de posturas, coincidiendo en lo fundamental: no poner en riesgo la casa común de todos, la de los seres humanos y, aun, la de cada ser vivo, del planeta Tierra. Frente a la extinción de la biosfera no hay plan B, no tenemos otro planeta; no hay espacio para vencedores y vencidos.
En ese acuerdo amplio, Estados Unidos tiene mucho que aportar. Al igual que otros imperios ascendentes y en gestación. Pero todos coadyuvantes, ninguno como parte beligerante. La Unión Europea, aunque sin eco hasta ahora, ya ha ofrecido sus buenos oficios para alcanzar la paz en el conflicto Israel-Irán. No es la primera vez que se puede crear un espacio ancho de concertación por la paz. No desdeñemos la historia y nos quedemos con los humores ácidos del día a día, con líderes que, en su protagonismo estéril, por momentos parecieran festinar el jugar con fuego.
Ha habido otros esfuerzos encomiables de construcción y no de destrucción. Recordemos la Conferencia de Helsinki sobre Seguridad y Cooperación (OSCE, por sus siglas en inglés), instrumento mejor conocido como los Acuerdos de Helsinki, firmados en 1975, que pusieron fin a décadas de tensión, a la guerra fría entre las dos grandes potencias, promoviendo el diálogo y la cooperación entre bloques opuestos, el mundo capitalista y el socialista, poniendo por delante el respeto y el impulso de los derechos humanos. Inicialmente signaron esos principios 35 estados nacionales, el Vaticano como promotor de la paz entre ellos, y después se extendieron a prácticamente todo el globo.
Lejos de exacerbar la confrontación legada por la Segunda Guerra Mundial, el acta final de esos acuerdos por la paz, contemplaba:
I. Principios sobre la seguridad, como la inviolabilidad de las fronteras y la no intervención en los asuntos internos de los Estados.
II: Cooperación económica, científica y tecnológica.
III: Cooperación en temas humani-tarios y otros campos, como los derechos y las libertades fundamentales.
Ahí privó la sensatez y la altura de miras, no la desmesura y el protago-nismo de las grandes figuras de entonces. Sesionaron y llegaron a acuerdos para la historia, no para la fotografía y el tuit del momento. No buscaban arrodillar a nadie, querían salvar a la Tierra. Hay, pues, una salida a la guerra Israel-Irán y a los tres frentes que hoy tienen a la paz en un puño, con todos los países, los seres humanos y seres vivos como rehenes. Los convenios por la paz de Helsinki son un ejem-plo vivo.
¿O qué, ya se nos olvidaron los horrores de la guerra, y eso que eran armas convencionales no armas nucleares salvo al final, el genocidio de Hitler, las atrocidades de Mussolini, la devastación de Europa, Francia entre los países sometidos con la connivencia y la complicidad de héroes de la Primera Guerra Mundial, como el general Philippe Pétain, que se entregó y colaboró con los invasores nazistas, cambiando la gloria por la ignominia?
Cada país, sin importar ideologías, tiene la gran oportunidad de elegir la gloria de la defensa de la casa común de todos, del planeta, con un gran acuerdo por la paz mundial, y no la ignominia de la pasividad de ver cómo tres o cuatro voces desaforadas juegan con la viabilidad del orbe y la cancelación del futuro de las siguientes generaciones. La diplomacia multilateral y de altura debe privar sobre la unilateralidad y las acciones de fuerza.