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Dos días de dolor en Ixtaltepec, Oaxaca

El Piñero

Ignacio Carvajal blog.expediente.mx Para El Piñero de la Cuenca
Ixtaltepec.- Durante los dos días que duraron los sepelios en este pueblo de 7 mil 300 habitantes, los enterradores sacaron sus bebidas preparadas con mezcal, fruta y caña de azúcar para aguantar la jornada de tristeza.

Hombres fuertes, torvos, de manos rasposas, se quebraban ante el desfile de ataúdes que dejó el sismo del jueves por la noche, y que ha costado la vida a unas 70 personas en la zona del Istmo de Tehuantepec. En Zapoteco, sostenidos por el brebaje, recordaban a las víctimas y agradecían un día más de existencia.

Adelfa Enríquez Ortiz, de 72 años, fue la víctima de mayor edad en Ixtaltepec y una de las que más dolor causó pues era conocida en todo el pueblo y muy apreciada pues por más de 30 años se dedicó a vender tamales tradicionales.

“Nunca se quiso ir de su casa, pese a que mi papá se murió hace unos años, nos la quisimos llevar, pero no quiso. Ella decía que esa casa sería su tumba”, cuenta Mario Enríquez, uno de los hijos de Adelfa.

Ella fue encontrada por sus hijos debajo de un montón escombros que fueron su vivienda, en Nicolás Bravo sin número de Ixtaltepec.

Aunque medios de comunicación y autoridades han centrado su atención en Juchitán, este municipio, ubicado a unos 20 minutos por carretera, también es reflejo de la destrucción dejada por el sismo.

Cuentan sus hijos que tres años atrás, cuando enviudó, Adelfa dejó de trabajar y por fin se ocupó de descansar y disfrutar un poco de la vida.

Durante años, se dedicó a la venta de “tamales tradicionales”.

“Y con todo y sus años, se iba temprano al molino con el maíz. Lo ponía en una carretilla y se lo llevaba en cubos para preparar la masa. La noche antes, el maíz había sido curtido con cal y agua caliente”, recuerda Mario Enríquez.

Así pasó más de 30 años de trabajo junto a su esposo. Así construyeron la casa que hoy la mató a ella y ha enlutado a la familia.

Adelfa no quería grandes funerales, pidió que fueran lo más sencillo que se pudiera, y pronto, pues no quería ofender a su Dios, a Cristo.

Fue de la religión evangélica la mayor parte de su vida, entregada a la fe, hacía oración constantemente para pedir por sus seres amados.

El día de su entierro los deudos sufrieron porque querían enterrarla pronto, como ella había dispuesto en vida, pero el panteón estaba saturado. Docenas de mujeres con vestidos y velos negros cruzaban las calles de Ixtaltepec con rumbo al camposanto para llorar en cerca de los cajones de muerto.

En cada esquina había personas llorando. Uno atrás de otro llegaban los féretros con víctimas. El único conjunto de música viva del pueblo no se daba abasto de un funeral a otro en esos dos días de dolor.

“No sé cómo es que ella murió. La encontraron solita en su cuarto. Y al parecer, la casa aguantó bastante, al parecer, ella se puso a hacer oración junto a su cama, solita. Para pedir por los demás, como siempre hacía, y eso le costó la vida” cuenta el nieto.

Todos extrañarán a Adelfa, pero más, los pollos de rancho que corretean por el patio, sobre los escombros, buscando comida. No hay quien les alimente y canturrean llamando a la que ya no puede salir del féretro.

“Yo le había dicho muchas veces que se fuera a vivir con alguno de sus hijos, pero no quiso, decía que Dios se iba enojar, que su casa sería su tumba”, repite de nuevo el deudo.

Amigos, padres, hijos, abuelos, el gran temblor hizo que los rencores se olvidaran, y que aflorara la solidaridad. Ricardo Nolasco Sánchez, de la avenida Independencia, pasó la noche con un familiar que le dio techo pese a algunas diferencias. La casa de Nicolás y su esposa quedaron completamente aplastadas por la ira de las placas tectónicas.

Antes de ser el montón de basura y escombro, la vivienda se alzaba como una de las más bellas de este poblado. Grande, espaciosa, con detalles bien definidos y un patio sembrado con árboles que dan exquisitos frutos.

De la casa hermosa que compartía con su esposa y suegro, no quedó nada. Sólo un caballete de madera de zapote que no tarda en ceder. Han pasado dos días, y no ha recibido apoyo.

En las mismas está Claudia Luis Regalado, de 35 años de edad. El reportero la encuentra debajo de cuatro paredes y un techo en el suelo. Muebles llenos de polvo y basura, pero sonriente.

Entre sus dedos sostiene una joya, es un pequeño arete de oro que forma parte de su ajuar de paisana. Un esplendoroso y floreado vestido largo que se pone para parecer una sandunga cuando hay fiestas patronales. En medio de la desgracia, cree que entre los escombros encontrará el resto de sus tocados dorados. Su traje completo está intacto en un ropero al cual luce ilesos.

Una alegría en medio de estas horas de dolor, dura poco. Claudia Luis Regalado mira a su hija, a la que piensa heredarle el vestido pronto, y sabe que no ha comido ni dormido bien. Y que por lo menos les depara otra noche de dormir bajo un árbol.

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